El aborto no siempre es pecado
Los argumentos que se han dado por estos días contra el
aborto son incorrectos. Al parecer, la fe no sólo mueve montañas: también hace
que personas inteligentes digan cosas insensatas.
Es cosa de ver.
Cuando una mujer tiene en su seno a un feto inviable -v.gr.
carente de cerebro-, la discusión sobre el aborto no es acerca de la vida, sino
de la autonomía. No se discute si acabar o no con una vida humana (eso ya lo
decidió la naturaleza), sino quién debe decidir acerca de un embarazo inútil:
si quien lo padece o un tercero.
El proyecto de ley que se votará esta semana entrega esa
decisión a la mujer. ¿Qué tiene eso de terrible?
La ministra Matthei tiene toda la razón: algo así no lo
puede decidir el Estado.
Tampoco es el Estado quien debe decidir en aquellos casos en
que hay que escoger entre la vida de la madre y la del nasciturus. Si una niña
enferma de hepatitis al extremo de necesitar un trasplante, pero su embarazo
hace cada día más difícil la espera del donante, ¿debe esperarse la viabilidad
del feto o, desde ya, interrumpir el embarazo?, ¿quién debe tomar la decisión
de qué vida ha de salvarse? Ninguna declaración general acerca del valor de la
vida -de esas que se escuchan por estos días- permite resolver ese dilema
hipotético. Y sin perjuicio de preguntarse por qué la creación pone a los seres
humanos ante decisiones tan terribles, hay que decidir: ¿Quién ha de hacerlo?,
¿acaso el Estado en abstracto?
De nuevo, no cabe duda: no es el Estado quien debe decidir
algo así. Habrán de hacerlo los directamente involucrados (o, en otras
palabras, las víctimas del destino).
En fin, si una niña se embaraza producto de una violación,
¿deberá esperar que el embarazo llegue a término o podrá interrumpirlo dentro
de un determinado plazo? Es verdad que el embrión no es culpable de nada, pero
la niña violada tampoco. Y si es así, ¿por qué habría de obligársela a sumar al
dolor de haber sido violada la obligación de tolerar el fruto de esa agresión?
Lo que debe discutirse, entonces, es si el Estado puede imponer una obligación
tan gravosa como esa -la de tolerar una vida ajena con la que no existe vínculo
alguno- con el argumento que, de otra forma, se maltrata a la vida. Nadie aceptaría
que se le obligara a dar un riñón a un tercero con el argumento que, de otra
forma, el beneficiario inevitablemente morirá. ¿Por qué alguien tendría derecho
a exigir algo así a una niña violada?
De nuevo, no se trata aquí de imponer el aborto, sino de
evitar que el Estado coaccione a una persona (en este caso, una mujer violada)
para ejecutar un acto que no es razonable exigirle. Si la mujer violada, en una
decisión moralmente heroica, decide llevar a término el embarazo, podrá
suscitar la admiración de todos; pero de ahí no se sigue que un acto como ese
sea exigible por parte del Estado.
En ninguno de esos casos se trata de discutir el valor de la
vida.
En los dos primeros (cuando el feto es inviable o la mujer
está en peligro), se trata de saber si la voluntad de la mujer importa o si
debe ser sustituida, como hasta ahora ocurre, por el Estado. En el tercero
(cuando el embarazo es fruto de una violación), de decidir si el Estado tiene
derecho a exigir conductas moralmente heroicas.
Apoyar el aborto en cualquiera de esos tres casos no es
pecado; salvo, claro, que el pecado consista en aminorar el sufrimiento ajeno.