Los debates sobre el caso Atala o el llamado
aborto terapéutico marcan la pauta acerca del tipo de dilemas que enfrenta
nuestra sociedad. Hay que optar respecto de cuestiones sobre las que no existe
una "verdad científica", ni tampoco una voz espiritual con la
autoridad para prescribir el buen camino. Esto torna inescapable encarar un
debate moral, esto es, una discusión acerca de las diferentes concepciones que
en una sociedad pluralista hay de lo bueno, de lo justo, de lo recto y de lo
bello. Aquí nace el problema.
Cuando hay que elegir entre "lo bueno"
y "lo malo", no hay propiamente un dilema. Éste surge cuando hay que
optar entre dos bienes morales incompatibles: por ejemplo, entre la libertad de
la mujer a vivir libremente su opción sexual, o a elegir si prosigue con un
embarazo inviable; o el deber del Estado de proteger una determinada noción de
familia o una vida potencial. Los argumentos a favor de una u otra opción son
igualmente concluyentes, y al mismo tiempo nadie es indiferente ni al dolor de
la mujer ni a los deberes del Estado. Pero hay que escoger. Ante ello, cada uno
defiende su opción de acuerdo con su concepto de "lo bueno", el cual
se enraíza en creencias, tradiciones y sentimientos que difícilmente serán
modificados por pruebas o raciocinios.
Los conflictos de orden moral han dado lugar a
los más dolorosos conflictos de la humanidad. Esto ha sucedido porque la
actitud "moralista" -para recoger la distinción de la filósofa
pragmática Émilie Hache- se ha impuesto sobre la actitud "moral".
El comportamiento moralista es aquel que
justifica la elección de un determinado bien sobre la base de que sería el
único moralmente aceptable. Las demás opciones serían, por defecto, inmorales,
o bien estarían en un escalón más bajo en una escala única de moralidad. Esto
sitúa en el campo de la inmoralidad a quienes postulan otras opciones, lo que
imposibilita cualquier diálogo y cualquier compromiso, pues no se hacen pactos con
el mal o el pecado. De otra parte, vuelve imposible revisar la opción elegida,
porque hacerlo implicaría cuestionar su moralidad o volver sobre las opciones
concurrentes, que ya fueron arrojadas al basurero de la inmoralidad, lo que
conduce a bloquearse ante cualquier nueva evidencia que pudiera ponerla en tela
de juicio.
El comportamiento moral, en cambio, se abstiene
de justificar sus decisiones sobre la base de juicios morales y se cuida de no
lanzar a la hoguera de lo inmoral el bien descartado. Se obliga -como afirma
bellamente Isabelle Stengers- a "sentir la tragedia" ante el hecho de
que no todos los bienes morales pueden alcanzarse al mismo tiempo, y
generalmente hay que optar entre ellos. Hace propio el duelo por el bien moral
postergado y lo guarda sagradamente en la memoria, pues en el futuro las
circunstancias podrían conducir a revisar el camino elegido y volver sobre el
bien que fuera relegado. No rehúye el compromiso, sino, al contrario, lo toma
como una obligación, pues lo moral no es juzgar el mundo desde principios que
están por encima de la experiencia, sino tratar de comprenderlo para entenderse
con aquellos que lo miran desde una escala moral diferente.
Hemos llegado a un punto en el que los dilemas
han huido del confortable dominio de las "políticas públicas" y del
campo de los expertos, para adoptar crudamente su dimensión moral, ante la cual
todos nos sentimos autorizados a emitir nuestra opinión. Ante tales dilemas no
hay más alternativa que alcanzar arreglos provisorios, compuestos a partir de
las posiciones de los diferentes actores involucrados en la controversia. Esto
sólo se puede conseguir si evitamos el moralismo, que conduce ineludiblemente a
la descalificación de nuestros contradictores y, en el límite, a la violencia.
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